Cámaras para mayores
Continuamente recibo visitas de personas que acuden a mí en calidad de hijas e hijos que vienen preocupados por sus padres: Personas mayores, en muchos casos enfermas, con movilidad reducida o con las capacidades sensoriales limitadas.
El problema es que se trata de personas muy mayores, la mayoría con más de 80 años que estaban acostumbrados a dirigir sus vidas, a ser independientes, y se dan cuenta de que van perdiendo esa independencia poco a poco a medida que pasan los años y cada vez se ven obligados a pedirle ayuda a sus hijos con mayor frecuencia. Esto los convierte en personas muy tercas. Y es comprensible: Debemos entender, y todos llegaremos a ello, que hacerse mayor, es decir, ser testigo de la propia decadencia, es un golpe bajo que nos da la naturaleza.
Nuestros tercos padres se niegan a abandonar sus hogares e instalarse en residencias donde se sienten aparcados, esto es muy fácil de comprender pero, en muchos casos se niegan también a “meter” a alguien en casa. Ya podemos insistir en que sólo es una ayuda para limpiar, hacer la compra o cocinar pero ellos ven al cuidador como un intruso, e incluso lo pueden llegar a ver como un espía.
En algunos casos conseguimos que consientan en “llevar al cuello” el famoso botón alarma, aunque como sólo lo cogen para contentar a los hijos, a la hora de la verdad nunca lo llevan encima y los hijos lo saben.
Tengo casos en los que el nivel de estrés de los hijos se va volviendo una enfermedad: Personas con un trabajo absorbente y con hijos adolescentes, a los que además, el médico les ha dicho que es fundamental para su vida hacer algo de deporte, y para colmo aparecen en nuestra vida como por arte de magia unos padres que necesitan ser cuidados pero que se niegan a ello. La mayoría de los hijos aceptan esta nueva etapa en la vida con tranquilidad y con gusto por ayudar a quién tanto hizo por ellos, pero esto a veces se traduce en una batalla campal.
He visto ya muchas veces que en lo único que consintieron al final los padres, fue en aceptar que instaláramos en su casa varias cámaras de vigilancia. Por supuesto, también se mostraron reticentes a “ser espiados” pero cuando se les explicó que las cámaras estarían colocadas en sitios que ellos conocen, que no habría cámaras ocultas y comprendieron la utilidad de ello, todo cambió.
La explicación es sencilla: saben que cuando quieren comer algo que no deben, por ejemplo, con esquivar la cámara tienen suficiente. Hasta les resulta divertido. Parece que no tiene mucho sentido y sin embargo es la gran solución para estas personas tan tercas. Los hijos conocemos los hábitos de nuestros padres, sabemos las horas que pasan, por ejemplo, delante del televisor o la hora a la que se acuestan, y lo único que hacemos es comprobar que la rutina de nuestros padres no ha variado, señal de que todo va bien, pero cuando en algún momento se ve algo raro, es tan fácil como llamar por teléfono y comprobar que no hay problemas.